Los funerales de la mamá grande /

Gabriel García Márquezn el corredor central de la mansión, los peones dormían sobre sacos de sal, esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la gran hacienda. El resto de la familia estaba en la sala; familia numerosa dentro de la cual los tíos se casab...

Descripción completa

Detalles Bibliográficos
Autor principal: García Márquez, Gabriel 1927-2014 (autor)
Formato: Libro
Lenguaje:Spanish
Materias:
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264 |a Santafé de Bogotá, Colombia :  |b Norma,  |c 1997 
300 |a 124 páginas ;  |c 21 cm. 
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500 |a Resumen tomado del sitio web de la editorial 
520 |a Gabriel García Márquezn el corredor central de la mansión, los peones dormían sobre sacos de sal, esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la gran hacienda. El resto de la familia estaba en la sala; familia numerosa dentro de la cual los tíos se casaban con las hijas de las sobrinas; y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la procreación en círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró escapar al cerco enrollándose el noviciado de la Prefectura Apostólica. La Mamá grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus ancestros lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. “La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites, ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado en su viejo mecedero de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo. A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más años, como su abuela materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de ese año comprendió la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalmente, en franca refriega, a una horda, de masones federalistas”. En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas de mostaza y calcetines de lana. Sólo cuando comprendió que la enferma agonizaba, embadurno a la moribunda durante tres semanas con toda suerte de emplastos académicos, aplicándole posteriormente sapos ahumados en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones. Hasta cuando cumplió los setenta años, la Mamá Grande había celebrado sus cumpleaños con las festividades más prolongadas y tumultuosas de toda la historia. Para clausurar el jubileo, la Mamá Grande salía al balcón adornado con diademas y faroles de papel, y arrojaba monedas a la muchedumbre. Pero aquellos días de gloria habían quedado en el olvido, y aquella mujer de tetas matriarcales y nalgas monumentales, que hasta los cincuenta años había rechazado a los más apasionados pretendientes, y que fuera dotada por la naturaleza para amamantar ella sola a toda su especie, agonizaba virgen y sin hijos. Al amanecer, la Mamá Grande pidió que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones “Tienes que estar con los ojos abiertos”, dijo.’’ “Guarda bajo llave todas las cosas de valor, pues mucha gente no viene a los velorios sino a robar”. Nicanor había preparado, en veinticuatro folios una escrupulosa relación de sus bienes. Respirando apaciblemente, con el médico y el padre Antonio Isabel por testigos, la Mamá Grande dictó al notario la lista de sus propiedades. Luego dictó minuciosamente sus bienes morales y por último la lista de su patrimonio invisible que incluía la riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la Soberanía Nacional, los derechos del hombre, las elecciones libres, la pureza del lenguaje, etc., lista interminable que no alcanzó a concluir. La laboriosa enumeración tronchó su último vahaje. Ahogándose en el mare mágnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo y expiro. Los periódicos, en ediciones extraordinarias, publicaron el retrato de una mujer de veinte años, que muchos creyeron que se trataba de una nueva reina de belleza. Era una foto de su juventud captada por un fotógrafo ambulante que pasó por Macondo a principios de siglo y que estaba destinada a perdurar en la memoria de las generaciones futuras. Se impartieron órdenes para que fuera embalsamado el cadáver, mientras se hacían enmiendas constitucionales que permitieran al presidente de la República asistir al entierro. Hasta oídos del Sumo Pontífice llegó la noticia de tan irreparable pérdida; éste, instalado en su larga góndola negra, enrumbó hacia los fantásticos funerales de la Mamá Grande. Hombre y congregaciones de todo el mundo se acomodaron del mejor modo en la atiborrada mansión, donde en el salón central, yacía el cadáver bajo un estremecido promontorio de telegramas. Hasta los veteranos del Coronel Aureliano Buendía se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar al presidente de la República el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años. Por fin, el catafalco salió a la calle en hombros de los más ilustres concurrentes. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados, sirvientes y protegidos de la Mamá Grande cerraron las puertas tan pronto como sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas, desenclavaron las tablas y desenterraron los cimientos para repartirse la casa. Todos los concurrentes dieron un suspiro de complacencia cuando se cumplieron los catorce días de plegarias, exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de plomo. Muchos de los presentes comprendieron que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época, pues, ahora el sumo Pontífice podía cumplir su misión en la tierra, y podía el presidente de la República gobernar a su criterio, porque la única que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo una plataforma de plomo.  
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