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|a La moneda de Bizancio de Rubén Darío, con un sutil poder de seducción, introduce al lector en las tramas de lejanías y vericuetos de la historia antigua y medieval. Lo saca de la fría Bogotá para llevarlo a la invernal Moscú y luego aterrizarlo en una tempestuosa y oscura Pula, en el hermoso y apacible litoral adriático de Croacia. No se trata de un crucero, sino de un viaje a la historia, a Bizancio. En su género, es una novela corta, que se digiere como delicioso aperitivo del variado buffet de la historia sagrada y medieval. Cabe también en el género policíaco y ahí lo hace sentir a uno como espectador de una saga de Netflix, como capturado por un guion cinematográfico, y doblegado así por la fuerza de gravedad del relato. No noté exuberancia en la prosa; es medida, discreta, minuciosa. Los secretos y las inconsistencias de Dios – muestra la novela – parecen resguardados en los códigos y en los enigmas religiosos. Ahí la Santísima Trinidad se revela como un código ecléctico y antinómico, el mismo que Tomás de Aquino en el siglo XIII, apelando a la filosofía y a la semántica intentó en vano, sin salirse del dogma, descifrar. Tal vez faltó ubicar más la novela en todo el contexto de ese debate histórico-religioso, pues tiene que ver con muchas herejías cristianas, no sólo nestorianas; con el derrumbe del imperio bizantino, otomano y romano, y con la división del cristianismo. La iglesia es hija de los avatares de la codicia, y no a la inversa. La exégesis bíblica ha sido la garante de la perennidad del imperio, del poder, es decir, de eso que ellos llaman fe. Los antiguos lo tenían claro, como Saramago: Dios ubicuamente protagonizaba la fábula de la Biblia, pero el diablo, ellos lo sabían, era el que estaba en los detalles. Magnífico el prólogo del poeta y novelista nicaragüense Anastasio Lovo. Excelentes las ilustraciones de María Dolores Sanabria, que semejan retratos hablados. Quedó faltando un mapa medieval, para que el viaje al pasado fuera más completo y se viera desde las alturas.
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