Sumario: | Fanny y Alexander plantea una de las obsesiones recurrentes de Bergman: cuál sea la relación -incluso la relación de poder- entre arte y vida, o entre ser y representar. Como en otros filmes -Persona, por ejemplo- el director utiliza la figura de un niño -un trasunto de sí mismo- como mediador con el espectador. En Persona, el gesto que realizaba el chiquillo: acariciar un retrato o una proyección fotográfica y hacer con ello que la imagen se aclarara poco a poco, funcionaba en buena medida como la metáfora de la acción que había de hacer el propio espectador: trabajar y dar sentido a la imagen. En el caso de Fanny y Alexander, mucho menos complejo -en apariencia-, el niño habrá de modelar, de con-figurar las imágenes y los acontecimientos con que se irá topando. Hasta el punto de que, nosotros, los espectadores, veremos la realidad a través de su intervención imaginativa, en una suerte de artefacto demiúrgico que condena -o salva- el mundo como a una realidad proteica y enigmática en donde las apariencias se mezclan con las apariciones, y las revelaciones con lo oculto velado. Donde, en fin, lo real -lo fáctico, diríamos- está contenido en un imaginario que lo conduce y lo determina; le da sentido, en definitiva. He aquí el poder real del arte, idéntico en este punto a las prerrogativas de la infancia, según Bergman: "moverse sin dificultad entre la magia y el puré de patatas, entre el terror sin límites y la alegría explosiva. No había más límites que las prohibiciones y las normas, unas y otras eran sombrías, la mayoría de las veces incomprensibles", escribe en su libro Imágenes (Tusquets). Bergman, es sabido, era un niño fantasioso, como lo es Alexander: "Era difícil -cuenta en Imágenes- distinguir entre lo que yo fantaseaba y lo que se consideraba real.
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